Miquel Ortega (ENT)

Siempre, pero especialmente en épocas de crisis, la preocupación por mantener la cohesión social se convierte en un eje vertebrador de cualquier política pública. Las ciudades son, en muchas ocasiones, el escenario donde las tensiones y la polarización social se presentan de manera más aguda, pero al mismo tiempo pueden ser también la punta de lanza de las políticas sociales más innovadoras. En este sentido, las políticas de justicia ambiental pueden contribuir a convertir las políticas públicas en un elemento integrador.

La justicia ambiental tradicionalmente se ha vinculado a la distribución territorial desigual de los factores ambientales y su relación con factores raciales o económicos. Pero junto con esta conflictividad relacionada con los espacios (o existencias), también surgen oportunidades de análisis y propuestas en torno a la conectividad en la ciudad, y más específicamente en el ámbito de la movilidad (o flujos) que cualquier ciudad conlleva.

Bajo esta perspectiva, las políticas de movilidad no están vinculadas únicamente a la siniestralidad o a las enfermedades generadas por las emisiones contaminantes atmosféricas (gases y ruido), cuyos graves impactos ya han sido ampliamente demostrados en Cataluña. La movilidad puede y debe ser analizada y explicada en términos de justicia distributiva. Cada modalidad de transporte beneficia e impacta de manera diferente a distintos segmentos de la población, y tiene implicaciones diferentes en el uso de los espacios públicos de las ciudades. Veamos dos ejemplos de Barcelona.

En la ciudad de Barcelona, la red vial ocupa una quinta parte del total de superficie disponible, es decir, tanto como la totalidad de la superficie destinada a equipamientos y parques urbanos. De hecho, la superficie de los parques urbanos es la mitad de la superficie destinada a las calzadas para el tráfico rodado. ¿No sería sensato en una ciudad tan densa como Barcelona intentar reducir la superficie de calzada para destinarla a otros usos más vinculados con la vida en el espacio público de la ciudad? Las políticas de reducción del uso del coche podrían, combinadas con mejores políticas públicas de transporte público y de movilidad a pie y en bicicleta, facilitar nuevos espacios públicos de convivencia ciudadana. Los principales beneficiarios de este tipo de políticas serían los niños, especialmente los más pequeños, y los ancianos. Son dos colectivos que a su vez se encuentran entre los menos consumidores de transporte en coche, los más afectados por sus impactos ambientales y, por el contrario, son usuarios muy importantes de parques y jardines. También las mujeres tienen un índice de uso de vehículos menor que los hombres, al igual que las personas de menor ingreso. Es un claro ejemplo de cambio en la movilidad hacia una movilidad justa.

Finalmente, no podemos olvidar otro aspecto clave la de movilidad justa que resulta de especial actualidad: las implicaciones de la movilidad en la capacidad de encontrar trabajo. En un ecosistema de transporte limitado una movilidad dominada por el transporte individual restringe las posibilidades del transporte público, lo que a su vez limita la capacidad de encontrar trabajo para los segmentos sociales con menor renta y por tanto menor acceso al transporte individual. Restringir el transporte individual en favor de ocupar espacio para el transporte colectivo constituye una política social de apoyo a los más afectados por la crisis.

La movilidad es por tanto un sujeto de discusión vinculado a la salud y el medio ambiente, pero también sin duda a la justicia social y ambiental.