Miquel Ortega Cerdà | Fundació ENT
Las décadas pasaban, ola tras ola, acompañadas de dificultades y utopías.
En los 70s, la revolución hippy y el nacimiento del movimiento ecologista moderno en los países del Norte sacudía conciencias: Greenpeace proclamaba un mundo diferente, pacífico y donde se respetara la naturaleza, Friends of the Earth clamaba contra la energía nuclear,…
En los 90s, los movimientos sociales ambientales exigían en las calles acabar con el racismo y la injusticia ambiental, y proclamaban que existía una deuda ecológica entre los países del Norte y el Sur. Sueños de un mundo mejor.
En los 2000s, el movimiento altermundista expandía el pensamiento y la acción glocal y, a la vez que denunciaba el rol de las grandes corporaciones, proponía el desarrollo de comunidades locales apoyadas en mercados de proximidad. El multiculturalismo abierto y local enfrentándose al capitalismo global.
Y en 2020, cuando parecía que se iniciaba la década donde la lucha contra el cambio climático abandonaría los despachos de la tecnocracia y se haría un lugar en la lucha popular, impulsado por la urgencia de los jóvenes (no es un problema, ¡es una emergencia!); y el ecofeminismo que mostraba el valor de los cuidados, el agotamiento de las estructuras patriarcales y el reconocimiento de los derechos de la naturaleza haría oír su voz; justo en ese momento llegó la COVID para cortar la continuidad temporal de lo esperable.
«… Hicimos un salto hacia una nueva realidad, y esa realidad se ha revelado por encima no sólo de nuestro conocimiento, sino también de nuestra imaginación… la muerte se ocultaba en todas partes… A la gente la cogió desprevenida; no estaban preparados, para ello… El mundo que nos rodeaba,… ahora infundía miedo… La gente se inquietaba por el día a día y por su vida cotidiana».
No, no son las voces de los primeros meses de pandemia, de los hospitales con la COVID, de las residencias en pleno pico de la pandemia, de la duda diaria de lo que estaba permitido hacer y de dónde venía el peligro, del miedo y las sensaciones que nos han rodeado y nos rodean aún ahora a menudo. Son frases de «La oración de Chernobyl. Crónica del futuro» donde Svetlana Aleksiévitx explica los sentimientos de la gente que vive en la zona afectada por el accidente de Chernobyl. ¡Cómo resuenan con fuerza los paralelismos con la época actual! La ruptura con lo que siempre había sido seguro, el miedo a lo invisible, la incertidumbre, la impotencia, el entorno tan parecido y diferente al mismo tiempo. La disrupción temporal en las vidas de millones de personas que de pronto no saben cómo actuar. Las incertidumbres científicas, la información caótica, las incoherencias en las decisiones… tantos puntos en común … la COVID ha sido un Chernobyl global que también ha hecho saltar por los aires un buen número de utopías.
Y entre todos los sentimientos que predominan en Chernobyl-COVID se alzan por encima de todos la rabia y la resignación, que siguen al sentimiento de injusticia (¿por qué?). Rabia, resignación e impotencia. Creo que son los sentimientos mayoritarios actualmente. Como en Chernobyl.
Y frente eso existe el riesgo de que se dé un paso atrás y se renuncie a las utopías y por qué no, ignoramos las posibles distopías (¡Basta! ¡Ya no quiero sentir más problemas! Ya vivimos en la distopía, ¿no?), y que triunfe el repliegue hacia la individualidad.
Y triunfe el sálvese quien pueda incubado durante décadas tras la promoción del individualismo occidental (aún me resuena en la cabeza la voz de los más de 250.000 catalanes que votaron a Vox y me pregunto ¿cuántos se han sentido abandonados a su suerte y luchando por las migajas, y han querido hacer una impugnación a ciegas a la mayor?).
El sálvese quien pueda de la gente joven que informada sabe que su generación tiene un 40% de paro, que es quien más renta ha perdido en esta crisis, y que su inestabilidad laboral irá a más. Y que la generación de sus padres no parece dispuesta a disminuir su ritmo de vida -que agota los recursos naturales, incrementa los riesgos de nuevas pandemias y acelera sin freno el cambio climático- pese saber que les están robando lo que es suyo.
El sálvese quien pueda de quien no se siente suficientemente fuerte, y que frente a la realidad prefiere alienarse de lo que pase en este mundo para refugiarse en el universo virtual donde el más paria se convierte en todopoderoso sólo con un golpe de click.
Y quizás no hubiera pensado nada de esto si no fuera porque siento rabia y frustración en los jóvenes. Porqué pensadores como “Bifo” Berardi nos estaban avisando hace años que tras los suicidas y los asesinos en serie se estaba produciendo una rotura social [1] y no lo hemos querido ver. Porqué lo siento allí donde miro, desde los manifestantes en las calles, al esplai de mis hijos, donde han renunciado explícitamente a decir que como colectivo quieren contribuir a transformar la sociedad, lo ven demasiado difícil, y su máxima lucha es para mantener un espacio donde puedan crecer conjuntamente en comunidad, donde su aspiración es tener un refugio donde ellos pongan las normas para no ser abocados individualmente a un contexto hostil. A hacer una isla entre náufragos sociales.
Y también siento rabia y frustración porque mi generación creció a caballo de los tiempos de las utopías, y ya no tiene excusas para no empujar la transformación necesaria, pero no lo hacemos suficientemente.
Pero tal vez el repliegue pasará, la resignación y la impotencia se desvanecerán, y la rabia se convertirá en una fuerza colectiva creativa. Y más allá del «green growth» impulsado por el «green deal», que no es más que la respuesta tecnocrática ambiental -necesaria pero del todo insuficiente-, renacerán las utopías socio-ambientales que los últimos meses han estado en retirada. Quizás sí, ya lo veremos, no está claro. Pero si hay algo que tengo claro es que si bien es cierto que el reto es grande, aún más lo es la necesidad.