Pablo Pellicer | Fundació ENT
En el último año se han visibilizado crecientes movilizaciones entorno a lo rural y a la despoblación histórica que llevan sufriendo sus territorios. Así, desde la “Revuelta de la España vaciada” del pasado marzo, y hasta la reciente celebración del primer Día Universal del Orgullo Rural, se vienen sucediendo reivindicaciones que reclaman una mayor dignidad para la vida de las personas que habitan estos territorios.
En paralelo, desde lo urbano, más allá de las simpatías que puedan generar estas reivindicaciones, cuesta trascender del imaginario del mundo rural como algo bucólico, aislado completamente de las dinámicas de la ciudad. Y es quelas zonas rurales en el conjunto del Estado español representan actualmente entorno el 80% de la superficie, en la que vive menos del 20% de la población [1]. Asimismo, en algunas regiones como la Serranía Celtibérica, se llega a densidades de población equiparables a las de Laponia, en una tendencia que se prevé seguirá durante las próximas décadas [2].
Estos datos, más allá de ubicarnos en realidades demográficas en las que predomina el envejecimiento y la masculinización de la población, así como la escasez de oportunidades laborales y servicios públicos; nos describen la realidad de los territorios periféricos del sistema económico. Una periferia que, dentro de la propia dinámica territorial estatal, se ha consolidado como el patio trasero sobre el que sostener los excesos del metabolismo energético y material en las ciudades.
Así, a medida que se proponen (con mayor o menor acierto) nuevas infraestructuras para el desarrollo rural [3],tiene lugar una nueva oleada extractivista [4], proliferan instalaciones energéticas [5], y se suceden macroproyectos de la industria agroalimentaria [6]; todo ello justificado en aras del desarrollo económico de estas regiones [7]. Pero las externalidades de este modelo de desarrollo las pagan las personas y el medio.
La pérdida de biodiversidad es uno de los factores más visibles en este aspecto, acompañada por una Política Agraria Común (PAC) que ha sido un factor clave en la modelización de un sistema de producción que ha beneficiado, y beneficia, a las rentas agrarias más elevadas.
En este sentido, las actividades agrarias, que han sido principales en las economías rurales tradicionalmente, han ido perdiendo peso relativo a medida que el modelo agroindustrial ha ido avanzando.En la actualidad, la población activa en el sector agrario a nivel estatal representa aproximadamente el 4% del total. Asimismo, en zonas como Catalunya (donde la desagrarización de la sociedad rural ha sido más elevada, comparativamente) el tamaño medio de las explotaciones agrarias ha incrementado hasta 19ha [8], a la vez que tan sólo el 5% de las explotaciones concentran el 44% de las tierras agrícolas [9].
Estos datos, pueden dar cierta luz sobre un proceso que se ha ido extendiendo de modo general en todo el Estado: la marginalización de la agricultura familiar. Es decir, aquella que se realiza a pequeña escala, está más arraigada al territorio y mantiene prácticas culturales más respetuosas con el medio ambiente. Su retroceso implica la pérdida de gran parte de los paisajes-mosaico que han caracterizado tradicionalmente el medio rural, así como los agroecosistemas más diversos, tales como la dehesa. A cambio, tiene lugar la proliferación de monocultivos intensivos [10] y de proyectos de ganadería industrial [11], con los daños ambientales y la precarización laboral que ello conlleva.
Pese a estas coyunturas, multitud de organizaciones como La Riada, la Plataforma Loporzano contra la Ganadería Industrial, Pueblos Vivos Cuenca, Universidad Rural Paulo Freire, entre otras muchas, aportan – cada una en sus ámbitos y capacidades – respuestas para frenar esta dinámica y reclamar una vida digna para las personas que habitan el mundo rural. Así, el pasado 16 de noviembre (Día Universal del Orgullo Rural), una de las protestas que se lanzaron en Cuevas de Almudén, un pequeño lugar de la provincia de Teruel, fue:
“La rueda de la despoblación está en marcha, como una apisonadora que quiere hacer de nuestra tierra un campo vacío de extracción, un páramo despersonalizado con riquezas ocultas que marchan mediante monstruosas estructuras a la capital. Un parque temático de fin de semana. Sin dejar nada a cambio” [12].
Así pues, puede que haya llegado el momento de dejar algo a cambio, y fortalecer esos puentes imprescindibles entre lo rural y lo urbano. Para ello, plantear desarrollos con ópticas agroecológicas (sistemas alimentarios territorializados, cooperativismo, etc.) y repensar la relación campo-ciudad puede ser un buen punto de partida para lograr la sostenibilidad social, económica, cultural y ambiental de nuestras sociedades.
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* Pablo Pellicer García está vinculado a la Fundació ENT gracias al contrato de trabajo efectuado de acuerdo con las condiciones establecidas en la Orden TSF / 213/2016, de 1 de agosto, cofinanciado por la Iniciativa de Empleo Juvenil y el fondo Social Europeo 2014-2020, con una cofinanciación del 91,89%